lunes, 7 de diciembre de 2015

La profetisa

Nefret, de rodillas en el centro de la habitación, seguía con la mirada a las dos sacerdotisas que preparaban lo que parecían ser brebajes en tres vasos distintos. La estancia era pequeña, estaba iluminada por dos lámparas de aceite que proyectaban sombras en movimiento sobre las paredes de adobe. Ambas mujeres habían dejado los vasos sobre la estera de caña y se disponían a despojarla de su túnica, dejando al descubierto los símbolos que había sobre su piel tostada. Tales símbolos significaban que Nefret había sido tocada por Thot, el dios de la sabiduría. Ese rito ya lo había hecho antes, hace años y su finalidad era ver imágenes ofrecidas por los dioses.

La chica volvía a estar de rodillas, ahora tenía que beberse el contenido de los vasos. Acercó el primero a sus labios, una sustancia humectante pasó a través de su garganta e hizo que se le erizara cada vello de su cuerpo. El segundo líquido era muy dulce, le abrasaba las entrañas, el calor le recorría el pecho hasta parar en sus mejillas. Nefret respiraba con dificultad, solo faltaba un vaso para que pudiera encontrarse con los dioses de nuevo. Con la mano temblorosa bebió hasta la última gota del tercer recipiente, un olor a hierbas inundó sus fosas nasales, pero el ritual todavía no había terminado.

Cada sacerdotisa la agarró de un brazo, la levantaron y la sacaron de la sala. La joven miró hacia atrás, quería cubrirse el cuerpo, pero se sentía demasiado mareada como para hablar o zafarse. Conforme iba avanzando por los pasillos, iba perdiendo el contacto con la realidad. No sabía a dónde le conducían aquellas mujeres, pero le daba igual. El entorno que la rodeaba había cambiado: ya no había paredes de adobe, sino columnas de arenisca muy ornamentadas y muros con inscripciones y dibujos. Nefret no era dueña de su cuerpo, notaba sus pies desnudos tocando la piedra, alzó la vista, un hombre estaba situado frente a ella. Algo brillaba en ese hombre, en su cabeza, en su cuello y en su mano, era una visión extraña. Las sacerdotisas ya no la sujetaban, estaban inclinadas ante él. De haber estado en plena posesión de sus facultades mentales habría sabido que la habían llevado ante el faraón. Éste comenzó a formular preguntas, ella las respondía. Sus labios se movían pero no sabía lo que salía de ellos, veía cosas que solo ella podía ver en aquel salón. Lo único que sintió después de eso, fue el frío tacto de la piedra a lo largo de su cuerpo y oscuridad.


La profecía había sido revelada.