viernes, 7 de agosto de 2015

Despertar

Los primeros rayos de las mañana me despiertan, asoman tímidamente por detrás de las azoteas de los rascacielos de la gran metrópoli. Todavía no quiero abrir los ojos, quiero continuar un rato más soñando. Algo agita mi pelo, el aire, un aire fresco que trae frías gotitas de rocío, las cuales se posan en mi cara y acaban por despejarme del todo. Finalmente abro los ojos, no sin antes parpadear varias veces. Me quedo inmóvil, con mi cabeza apoyada sobre Miguel. Su pecho se mueve rítmicamente, me mece. Escucho el trino de algunos pájaros y el latido de su corazón golpeando suavemente, sonrío, pues hacía tiempo que no me invadía esa sensación de serenidad.
Tras un largo rato disfrutando de la sinfonía mañanera, decido incorporarme y echar un vistazo alrededor. Mis ojos van a parar instintivamente a Miguel, aún dormido. Él abre los ojos al momento, como si hubiera notado mi mirada, esos ojos color café... Me parece sorprendente cómo un color tan común es, a la vez, tan hermoso. No hay nada que pueda interrumpir este oasis de tranquilidad.
Alargo mi mano y acaricio la piel tatuada de su torso. Él arquea sus cejas, eso me hace sonreír de nuevo. Las circunstancias en las que nos conocimos no fueron de lo más normales y no tuvimos mucho tiempo de conocernos, sin embargo, durante todas estas noches descubríamos cada uno un poco más del otro. El resto del día ambos estábamos separados y anhelábamos la llegada de aquellos momentos que pasábamos ajenos a la situación imperante en la ciudad, en los que el tiempo se detenía sobre nosotros cada vez nos juntábamos.
Sin embargo, el tiempo había vuelto a su ser, nos damos cuenta de la realidad con cada minuto que avanza, allí, en un ático ricamente decorado con un balcón rebosante de vida vegetal. Ésa era la pantalla que nos hacía olvidarnos del grotesco espectáculo que se presentaba varios pisos por debajo sobre las calles de lo que tiempo atrás fue Nueva York. Ahora un paisaje gris plomizo se extendía hasta donde nos alcanzaba la vista y el ático era el único resto de humanidad que se encontraba en mitad de este extenso páramo yermo y sin vida. Los edificios aún seguían en pie, por suerte o por fortuna. Ahora no había nadie, algo impensable en el pasado, donde las calles bullían de actividad y las carreteras estaban continuamente atascadas de vehículos. Realmente hecho de menos el agobio de subirme en el metro en hora punta.
Miguel ya se ha vestido y se acerca a mi, quiere despedirse. He intentado alargar todo esto lo más posible para aplazar este momento, pero tenía que llegar. Teníamos que separarnos, volver con nuestros respectivos grupos y luchar, cada uno por nuestro lado, contra lo que ha causado esta catástrofe. Una vez en la sucia y desierta calle, observo cómo se va distorsionando su figura a medida que se aleja, se convierte en una mancha difusa y después se pierde en la lejanía. La idea de no saber si lo volveré a ver esta noche me asalta y me invade por completo.

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