En la pequeña aldea de Meiren situada en las Grandes Llanuras, Elis
corría entre los árboles, quería ser la primera en llegar al lago. Detrás oía
el crujir de la hierba bajo los pies de los demás, aun así, no perdería ni un
segundo en comprobar por dónde iba cada uno. Su cabello pelirrojo ondeaba al
viento y el bajo de su vestido de lino estaba sucio, pero no le importaba, iba
a ser la primera en llegar al lago. En sus pies comenzó a sentir las piedras de
la orilla calentadas por el sol y, por fin, el agua fresca.
Tenía dieciséis años y solía jugar con los demás chicos y chicas que
rondaban su edad. Esos días se estaban iniciando los preparativos para la
fiesta estival de la cosecha, la cual había sido muy abundante ese año y ella
intentaba que su madre no la encontrara, pues de hacerlo, la daría trabajo que
hacer.
Todos se dedicaban a decorar los balcones con guirnaldas de flores o
construir pequeños puestos en los que vender sus bienes, también habilitarían
la plaza para la llegada de mercaderes y juglares. Durante esas fiestas se
respiraba un ambiente de diversión entre los vecinos, algo que solo pasaba dos
veces al año, pues el resto de los días todos estaban inmersos en sus trabajos.
A pesar de algunos percances ocurridos en el transcurso de la celebración, como
el último año en el que varios hombres bebieron más de la cuenta, con el
consiguiente escándalo, a Elis le encantaban esas fiestas: podía probar
distintos tipos de pan, carnes en salazón y bollos, además correrían el vino y
la cerveza. Fantaseaba con irse algún día a la capital y poder asistir a
fiestas más grandes que las de su aldea. Sin embargo, su madre parecía tener
claro cuál sería su futuro: se casaría con Dédalo en un año aproximadamente. Él
era un joven dos años mayor que ella, el padre de éste, que era propietario de
algunas tierras, también vio favorable la unión. El chico era delgado aunque
bajo su piel curtida por el sol se adivinaban unos músculos casi esculpidos,
fruto del trabajo en el campo. Era muy callado y parecía carecer de interés por
la vida, pero la madre de Elis seguía pensando que era un buen partido. Apenas
hablaban. En esos momentos ella lo miraba desde la orilla del lago imaginando
cómo sería su vida junto a él.
Una ráfaga de pequeñas y frías gotitas la sobresaltó. Se trataba de
Maide, su mejor amiga. Una chica de piel clara y ojos oscuros. Su cabello
rubio, extremadamente lago, lo tenía siempre recogido en elaboradas trenzas que
ahora lucían despeinadas. La miraba desafiante, sin pensárselo dos veces
comenzó a salpicar a su amiga hasta que ambas acabaron empapadas y jadeando de
cansancio.
Volvieron para tumbarse en la hierba, bajo la sombra de un gran sauce.
-Quisiera irme a la capital.
-¿Con Dédalo?
-¿Qué? No -dijo Elis alzando la voz.
-No te cases, escápate. Creo que eso ocurrió una vez...
-No puedo hacer eso, no está bien, quiero decir.... Mi madre... -no
llegó a terminar la frase, los planes para su futuro se amontonaban en su
cabeza.
La idea de pasar toda su vida con alguien a quien ni conocía ni quería,
la aterraba. Supondría tener que vivir con él el resto de sus días y tener sus
hijos. Pero tampoco podía hacer otra cosa, si desobedecía las órdenes de su
madre, ésta la echaría de casa y no tendría dónde ir. La mujer trataba de
convencer a su hija que todo lo que hacía lo hacía por su bien, amparándose en
que era muy complicado criar a cuatro hijas sin la ayuda de un cabeza de
familia. Elis ya no era una niña, había madurado y ya no se creía todo lo que
le decía su madre, pues tras la muerte de su padre cuando ella era todavía muy
pequeña, la única manera que le quedó a la madre de Elis para evitar la miseria
era casando a sus hijas lo más pronto posible. Después de guardar un riguroso
luto, que acabó justo cuando comenzaron a escasear los suministros de la casa,
la mayor de sus hermanas se casó con un mercader de lana a la edad de dieciocho
años. Aquello hizo que se desahogara un poco la economía familiar, pero pronto
se fueron de la aldea a un pueblo más grande y con más afluencia de
compradores. La siguiente que se casó fue a la edad de quince años con el hijo
del propietario de una pequeña posada en la linde del camino de entrada a la
aldea, después de tres años y un hijo, ambos continuaban viviendo en la posada
y parecían felices. La única que quedaba por casarse era Elis, pues la menor de
todas las hermanas fue dejada a las puertas de una casa de rezo, para que las
sacerdotisas cuidaran de ella.
Maide seguía hablando.
-Mis padres están preocupados porque no me encuentran un futuro esposo
-la chica puso los ojos en blanco con esas últimas palabras- no quiero ser como
mi madre o...
-Mis hermanas -inquirió la joven adivinando lo que su amiga estaba
pensando. Allí todos tenían sus propios planes y se servían de sus hijos e
hijas para conseguirlos.
-¿Por qué he de casarme?
Elis se encogió de hombros.
-Es lo que se hace...
Los ojos de la otra muchacha se clavaron en ella, Maide arqueó levemente
las cejas. Ninguna de las dos quería seguir los pasos de las mujeres de su
familia. Ambas habían visto, durante su corta vida, la libertad de la que
gozaban las chicas nobles de su edad, y ellas no se iban a conformar con menos,
pero Elis parecía haberse rendido, como si tales pensamientos fueran cosa
del pasado.
***
“En algún lugar de estas tierras muchos secretos permanecen ocultos,
secretos que nadie debe saber. Guardan la respuesta de preguntas que jamás
debieron ser preguntadas y prácticas enterradas en el olvido, ahora vistas como
simples leyendas. Todo ese extenso saber se halla plasmado en las páginas de un
libro tan antiguo como los dioses. Aquel que lea el libro será, a su vez
poseedor de un gran poder, demasiado para un solo individuo si no sabe cómo
usarlo, pues de lo contrario, el orden natural se alteraría dando lugar a un
cataclismo que arrasaría toda vida conocida. Este libro, el Vissum Elare, es el último resquicio de
una parte de la historia nunca contada. Cuentan que fue una de las épocas más florecientes
de nuestra civilización, sin embargo nunca lo sabremos”.
Eleonora abrió los ojos, todavía resonaba en su cabeza la voz de la
abuela Evel: “nunca lo sabremos”, pero ella quería saber más. Siempre la habían
fascinado las historias de su aya. No había conocido a su verdadera abuela y
nunca supo por qué. Desde pequeña la llamaba abuela, sin que sus padres lo
supieran, pero a Evel no la importaba. Esto hizo que, con el paso del tiempo, se
creara un fuerte vínculo entre la chica y la anciana. Eleonora sabía que las
ayas no podían encariñarse de los niños a los que cuidaban, pero con Evel era
distinto. Con ella descubría historias y leyendas que poca gente había
escuchado. Eleonora le preguntaba frecuentemente si esas historias eran ciertas
y siempre obtenía la misma respuesta.
-Son cuentos de viejas –decía la anciana, sacudiendo la mano.
A pesar de estas palabras, Eleonora quería seguir escuchando, pues
quería creer que todas esas fábulas eran reales.
Desgraciadamente, todo aquello se había acabado varios años atrás. No
hacía mucho que había cumplido los veinticinco años y, aunque solo aparentase
unos dieciocho, tendría que aprender a gestionar el castillo y las aldeas a su
cargo, por supuesto, el buen funcionamiento de la ciudad también sería tarea suya.
Su padre pretendía dejarlo todo en buenas manos.
La chica hizo memoria, no recordaba haber pasado tanto tiempo de seguido
con su padre. En las familias de alta cuna, era común dejar el cuidado de los
hijos a ayas e institutrices y los padres solo veían a los hijos durante las
comidas o en ratos aislados. Esto no quería decir que sus padres no la
quisieran, simplemente no la conocían. No les culpaba, al contrario, entendía
esta práctica. Sus padres tenían mucho trabajo que hacer y fiestas a las que
ir, entendía las obligaciones que supondría ser condesa algún día. Claro que,
sus intenciones de futuro estaban fuera de los muros del palacio, muy lejos de la capital.
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