domingo, 6 de septiembre de 2015

Inmortales - Capítulo I

En la pequeña aldea de Meiren situada en las Grandes Llanuras, Elis corría entre los árboles, quería ser la primera en llegar al lago. Detrás oía el crujir de la hierba bajo los pies de los demás, aun así, no perdería ni un segundo en comprobar por dónde iba cada uno. Su cabello pelirrojo ondeaba al viento y el bajo de su vestido de lino estaba sucio, pero no le importaba, iba a ser la primera en llegar al lago. En sus pies comenzó a sentir las piedras de la orilla calentadas por el sol y, por fin, el agua fresca.
Tenía dieciséis años y solía jugar con los demás chicos y chicas que rondaban su edad. Esos días se estaban iniciando los preparativos para la fiesta estival de la cosecha, la cual había sido muy abundante ese año y ella intentaba que su madre no la encontrara, pues de hacerlo, la daría trabajo que hacer.
Todos se dedicaban a decorar los balcones con guirnaldas de flores o construir pequeños puestos en los que vender sus bienes, también habilitarían la plaza para la llegada de mercaderes y juglares. Durante esas fiestas se respiraba un ambiente de diversión entre los vecinos, algo que solo pasaba dos veces al año, pues el resto de los días todos estaban inmersos en sus trabajos. A pesar de algunos percances ocurridos en el transcurso de la celebración, como el último año en el que varios hombres bebieron más de la cuenta, con el consiguiente escándalo, a Elis le encantaban esas fiestas: podía probar distintos tipos de pan, carnes en salazón y bollos, además correrían el vino y la cerveza. Fantaseaba con irse algún día a la capital y poder asistir a fiestas más grandes que las de su aldea. Sin embargo, su madre parecía tener claro cuál sería su futuro: se casaría con Dédalo en un año aproximadamente. Él era un joven dos años mayor que ella, el padre de éste, que era propietario de algunas tierras, también vio favorable la unión. El chico era delgado aunque bajo su piel curtida por el sol se adivinaban unos músculos casi esculpidos, fruto del trabajo en el campo. Era muy callado y parecía carecer de interés por la vida, pero la madre de Elis seguía pensando que era un buen partido. Apenas hablaban. En esos momentos ella lo miraba desde la orilla del lago imaginando cómo sería su vida junto a él.
Una ráfaga de pequeñas y frías gotitas la sobresaltó. Se trataba de Maide, su mejor amiga. Una chica de piel clara y ojos oscuros. Su cabello rubio, extremadamente lago, lo tenía siempre recogido en elaboradas trenzas que ahora lucían despeinadas. La miraba desafiante, sin pensárselo dos veces comenzó a salpicar a su amiga hasta que ambas acabaron empapadas y jadeando de cansancio.
Volvieron para tumbarse en la hierba, bajo la sombra de un gran sauce.
-Quisiera irme a la capital.
-¿Con Dédalo?
-¿Qué? No -dijo Elis alzando la voz.
-No te cases, escápate. Creo que eso ocurrió una vez...
-No puedo hacer eso, no está bien, quiero decir.... Mi madre... -no llegó a terminar la frase, los planes para su futuro se amontonaban en su cabeza.
La idea de pasar toda su vida con alguien a quien ni conocía ni quería, la aterraba. Supondría tener que vivir con él el resto de sus días y tener sus hijos. Pero tampoco podía hacer otra cosa, si desobedecía las órdenes de su madre, ésta la echaría de casa y no tendría dónde ir. La mujer trataba de convencer a su hija que todo lo que hacía lo hacía por su bien, amparándose en que era muy complicado criar a cuatro hijas sin la ayuda de un cabeza de familia. Elis ya no era una niña, había madurado y ya no se creía todo lo que le decía su madre, pues tras la muerte de su padre cuando ella era todavía muy pequeña, la única manera que le quedó a la madre de Elis para evitar la miseria era casando a sus hijas lo más pronto posible. Después de guardar un riguroso luto, que acabó justo cuando comenzaron a escasear los suministros de la casa, la mayor de sus hermanas se casó con un mercader de lana a la edad de dieciocho años. Aquello hizo que se desahogara un poco la economía familiar, pero pronto se fueron de la aldea a un pueblo más grande y con más afluencia de compradores. La siguiente que se casó fue a la edad de quince años con el hijo del propietario de una pequeña posada en la linde del camino de entrada a la aldea, después de tres años y un hijo, ambos continuaban viviendo en la posada y parecían felices. La única que quedaba por casarse era Elis, pues la menor de todas las hermanas fue dejada a las puertas de una casa de rezo, para que las sacerdotisas cuidaran de ella.
Maide seguía hablando.
-Mis padres están preocupados porque no me encuentran un futuro esposo -la chica puso los ojos en blanco con esas últimas palabras- no quiero ser como mi madre o...
-Mis hermanas -inquirió la joven adivinando lo que su amiga estaba pensando. Allí todos tenían sus propios planes y se servían de sus hijos e hijas para conseguirlos.
-¿Por qué he de casarme?
Elis se encogió de hombros.
-Es lo que se hace...
Los ojos de la otra muchacha se clavaron en ella, Maide arqueó levemente las cejas. Ninguna de las dos quería seguir los pasos de las mujeres de su familia. Ambas habían visto, durante su corta vida, la libertad de la que gozaban las chicas nobles de su edad, y ellas no se iban a conformar con menos, pero Elis parecía haberse rendido, como si tales pensamientos fueran cosa del pasado.
                                                                              ***
“En algún lugar de estas tierras muchos secretos permanecen ocultos, secretos que nadie debe saber. Guardan la respuesta de preguntas que jamás debieron ser preguntadas y prácticas enterradas en el olvido, ahora vistas como simples leyendas. Todo ese extenso saber se halla plasmado en las páginas de un libro tan antiguo como los dioses. Aquel que lea el libro será, a su vez poseedor de un gran poder, demasiado para un solo individuo si no sabe cómo usarlo, pues de lo contrario, el orden natural se alteraría dando lugar a un cataclismo que arrasaría toda vida conocida. Este libro, el Vissum Elare, es el último resquicio de una parte de la historia nunca contada. Cuentan que fue una de las épocas más florecientes de nuestra civilización, sin embargo nunca lo sabremos”.
Eleonora abrió los ojos, todavía resonaba en su cabeza la voz de la abuela Evel: “nunca lo sabremos”, pero ella quería saber más. Siempre la habían fascinado las historias de su aya. No había conocido a su verdadera abuela y nunca supo por qué. Desde pequeña la llamaba abuela, sin que sus padres lo supieran, pero a Evel no la importaba. Esto hizo que, con el paso del tiempo, se creara un fuerte vínculo entre la chica y la anciana. Eleonora sabía que las ayas no podían encariñarse de los niños a los que cuidaban, pero con Evel era distinto. Con ella descubría historias y leyendas que poca gente había escuchado. Eleonora le preguntaba frecuentemente si esas historias eran ciertas y siempre obtenía la misma respuesta.
-Son cuentos de viejas –decía la anciana, sacudiendo la mano.
A pesar de estas palabras, Eleonora quería seguir escuchando, pues quería creer que todas esas fábulas eran reales.
Desgraciadamente, todo aquello se había acabado varios años atrás. No hacía mucho que había cumplido los veinticinco años y, aunque solo aparentase unos dieciocho, tendría que aprender a gestionar el castillo y las aldeas a su cargo, por supuesto, el buen funcionamiento de la ciudad también sería tarea suya. Su padre pretendía dejarlo todo en buenas manos.

La chica hizo memoria, no recordaba haber pasado tanto tiempo de seguido con su padre. En las familias de alta cuna, era común dejar el cuidado de los hijos a ayas e institutrices y los padres solo veían a los hijos durante las comidas o en ratos aislados. Esto no quería decir que sus padres no la quisieran, simplemente no la conocían. No les culpaba, al contrario, entendía esta práctica. Sus padres tenían mucho trabajo que hacer y fiestas a las que ir, entendía las obligaciones que supondría ser condesa algún día. Claro que, sus intenciones de futuro estaban fuera de los muros del palacio, muy lejos de la capital.
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