Dédalo volvía a su casa cargado con un fardo de heno. Ese día tendría que
amontonar todos los productos que llevaría al palacio del conde: heno para los
caballos, frutas, hortalizas, madera y algo de grano. A lo largo de su vida, su
familia se autoabastecía con las cosechas, a pesar de cumplir la obligación de
aportar suministros al palacio. El único dinero que recibían era vendiendo sus
excedentes a los vecinos en las fiestas del pueblo. Ahora que la salud de su
padre estaba frágil, todo el trabajo que requerían los campos recaía sobre él y
le superaba. Se sentía exhausto, tenía los brazos y las piernas entumecidos,
así como arañazos y heridas. El trabajo de cinco meses sin descanso hacían
mella en él, incluso siendo un joven fuerte.
En su familia no había nadie que pudiera ayudarle. Su madre falleció al
darle a luz. Su hermana más pequeña, de cuatro años, y otros dos hermanos
mellizos, los cuales tenían nueve años, eran de otra madre. Éstos le ayudaban
en algunos trabajos pero eran incapaces de realizar las pesadas tareas de
transporte. El más mayor de los hermanos, de la misma madre que Dédalo, se fue
al ejército y aunque no llegaron noticias de que hubiese sido abatido, nunca se
supo más de él.
El chico había estado inmerso en sus quehaceres, hoy más concentrado que
otros días, desde que su padre le dijo esa misma mañana que se iba a casar con
una de las hijas del maestro artesano. La viuda había ido a su casa para
ultimar los detalles del acuerdo. Todos los vecinos ya sabían las intenciones
de la mujer y Dédalo confirmó los rumores cuando la vio hablar con su padre, parecía
ansiosa, casi desesperada por que todo siguiera adelante. Ésta no tenía mucho
que ofrecer pero una de las cosas, por no decir lo único que ofrecerían sus
hijas a la otra familia, era la perpetuación del apellido y la herencia de los
bienes familiares.
Dédalo entró en la pequeña casa de madera. Ésta constaba de dos pisos de
un sólo espacio cada uno, el lecho de su padre estaba en el piso de abajo. Se
acercó a él y echó un vistazo al montón de mantas que envolvía a su padre
dejando sólo al descubierto su cara. El hombre, otrora robusto, se había
consumido en los pocos meses que llevaba enfermo. Había abierto los ojos,
alertado por el sonido de la jarra de latón vertiendo en un vaso del mismo
material un líquido humeante. Su hijo le acercaba el vaso a los labios pero él
no quería beber, de modo que giró la cabeza apartando la infusión. Dédalo
seguía cuidando de él día tras día. La relación con su padre no era del todo
buena. Éste le culpaba siempre por la muerte de su madre, a pesar de haber sido
un recién nacido en ese momento. Aquello horadaba el alma del muchacho,
haciéndolo sentir inmensamente desgraciado y cambiando su carácter con el paso
de los años. Sin embargo, allí estaba, después de todo. Al fin y al cabo era su
padre y lo quería. También quería a Talia, la mujer que se casó con su padre
cuando él tenía ocho años y la madre de tres de sus hermanos. Era una mujer
agradable y delicada, en contraposición con en fuerte carácter de su padre.
Ella cuidó de Dédalo igual que a sus hijos naturales. Talia no pasaba mucho
tiempo en casa pues servía como doncella en el palacio del conde y la mayoría
de las veces no llegaba a casa ni para dormir.
-Viviréis aquí -dijo el hombre con una voz más ronca de la que poseía
habitualmente.
Dédalo miró el vaso entre sus manos, sabiendo que era de Elis de quien
hablaba. Su padre continuó.
-Si yo falto, tendrás que ocuparte de tus hermanos y de Talia.
El muchacho alzó la vista miró a su padre. Abrió la boca con la
intención de decirle que se iba a recuperar, pero no medió palabra, pues sabía
que no iba a ser así. En su lugar, se levantó y dejó del vaso, con la infusión
ya fría en la tosca mesa de madera.
***
El palacio del conde era una construcción majestuosa, como un monumento
al exceso y la opulencia, en contraste con las amontonadas casas bajas y rudimentarias
de los habitantes de la capital. Se encontraba a una semana de viaje en carreta.
Tenía altos muros blancos cuyas puertas principales daban paso a un gran
jardín, cuidado y colorido. En mitad de este había un lago con una fuente. Un
camino de guijarros recorría todo el jardín con bancos tallados en piedra
situados a ambos lados.
El carromato conducido por Dédalo iba por el ancho camino de tierra en
dirección al palacio. Se veía como la construcción sobresalía por encima de la línea
del horizonte y de las pequeñas casas grises que la rodeaban. En una
bifurcación el chico viró hacia la derecha tomando el camino que rodeaba los
muros y que llegaba hasta la entrada posterior, situada al lado de una arista
formada por la unión del muro este del castillo con el muro sur que rodeaba la
ciudad. A través de ella entraba el personal de servicio y los transportistas.
Aquella puerta daba a las cocinas y despensas.
Doris, una mujer rolliza de unos cincuenta años, le esperaba en la
puerta. Ella era una de las cocineras. En esos momentos se frotaba las
manos con el delantal para quitarse los restos de harina.
-¡Dédalo! -gritó antes de que el muchacho llegara.
El carro se paró delante de la puerta y el chico bajó.
-Deja que te ayuden con eso -dijo Doris mientras se metía en la cocina y
sacaba a dos lacayos que se encontraban ociosos. Éstos fueron de gran ayuda para
descargar toda la mercancía que traía.
-Cada día estás más mayor y más alto.
La cocinera le posó la mano sobre la mejilla dejándole un poco de harina
en la cara.
-Tengo algo para ti, ven.
Ambos entraron en la cocina. Era una estancia muy amplia, como todas las
estancias del palacio. A Dédalo le pareció que en ese lugar había suficiente
comida para alimentar a toda la aldea. Del techo y las paredes colgaban ajos y
otras hortalizas desecadas, las tinajas guardaban leche fresca, agua y vino y
en los grandes cestos se amontonaban las frutas y verduras. En la gran mesa de
madera situada en el centro de la habitación había una bola de masa a medio
amasar, Doris estaba haciendo dulces. La mujer seguía andando hasta el final de
la cocina donde se encontraba la lumbre. En aquel horno de piedra se estaban
dorando unos deliciosos bollos. A Dédalo le crujió el estómago solo de olerlos.
Doris cogió unos cuantos y los envolvió en un paño de lino.
-Cuidado que queman.
Pero el muchacho no hizo caso a la advertencia y comenzó a comerse uno.
Al principio se quemó pero no le importo y en pocos segundos acabó con el
bollo.
-¿Quieres ver a Talia? Podemos pedirla que baje.
-No quiero molestarla, que aquí tenéis mucho trabajo que hacer.
Doris lo miró con cariño, tal vez porque así serían sus hijos de
haberlos podido tener.
-¿Qué tal se encuentra tu padre?
Dédalo tragó con dificultad. El tema relacionado con su padre siempre
era complicado.
-Como siempre -respondió lacónico.
Tras unos minutos el chico se dispuso a cargar el carro con comida no
perecedera para los días de viaje.
-Gracias por los bollos, se los daré a mis hermanos.
Doris le sonrió y le estrechó entre sus grandes brazos.
-Ve con cuidado -le dijo mientras amasaba.
El chico se subió al carromato y partió en dirección a casa, sin
inmutarse de que unos ojos lo seguían con la mirada.
***
Esa misma tarde Dédalo fue al lago con sus hermanos, Talia había llegado
a su casa unas horas antes que la mayoría de los días, para ayudar a disponerlo
todo, a la víspera de la fiesta.
Allí vio a Elis. Por alguna razón sintió, al verla, un pinchazo en el
estómago. Se preguntó si ella estaría al tanto de los planes de su madre.
"Sí, seguro que sí" -pensó.
Sin embargo, no se la veía afectada por la noticia. Tal vez no estuviera
en desacuerdo, pues en ese momento parecía feliz. Dédalo la echó un vistazo, la
veía jugar en el agua, con su pelo color fuego alborotado. Al momento se
percató de que la chica era realmente guapa. Los ojos verdes era una cualidad
extraña en esa región y eso le atraía. Su piel era pálida salpicada con pecas
alrededor de la nariz.
Cuando sus pensamientos volvieron al acontecimiento que tendría lugar al
verano siguiente, sintió una mezcla de miedo y confusión, pero que fuera Elis
la que se iba a casar con él hizo que de alguna manera lo sobrellevara mejor.
Aquello le hizo pensar que tal vez, con el tiempo, podría forjarse un cariño
mutuo.
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